Comienza una nueva etapa llena de inquietudes y sobre todo, con muchas ganas de sentir el placer de disfrutar con lo que hago. Comienza el día y yo, como todos los anteriores, me pregunto qué hacer. La verdad es que siempre es lo mismo, continua rutina que me hace sentir inservible. Me hace sentir pequeño. Sin embargo en mí, hay una gran persona capaz de conmover a todo aquel que se pare a escuchar lo que tengo que decir. Es tan sencillo como que mi propio cuerpo esconde todo un torbellino de imaginación. Se preguntarán a qué hecho responde el que haya comenzado de esta manera, que haya utilizado estas sencillas palabras. La realidad es que tampoco yo lo sé. Es cierto, no lo sé ni me importa mucho. Lo único que me importa es sentirme bien, y ello lo consigo abriendo mi pensamiento al resto.
Por fin llega el día en que se nos brinda la posibilidad de dar rienda suelta a todo el gran talento que se esconde dentro de todos y cada uno de nosotros. Talento innato o, simplemente talento en bruto como es mi caso, talento que si se sabe aprovechar podría llegar ha producir una sonrisa en cualquier lector; o hacer perder el tiempo de quien lo evoca.
Llegados a este punto, ya me toca cumplir con el cometido que se me ha confiado: Comenzaron, una vez más, nuestras reflexiones sobre la lectura de tan divergente libro: La Princesa que emigró. Fabulosa trama, decían unos. Para otros no es más que un foco de crítica sana. Para mí, una historia que sentir en mi más profunda soledad. De manera seguida, pasamos a un maestro de la literatura, y para hacerle peor justicia de la que podríamos, nos dispusimos a entender su obra literaria reflejada en el séptimo arte. Maldita ignorancia, la que me permite afirmar que el cine hace mucho daño a la esencia de la literatura. Esa esencia que nos permite disfrutar del placer de la lectura y reflejar los sentimientos impresos en el papel de tantas maneras, como lectores sean capaces de leerlo. Bendita ignorancia que, una vez más, me permite poder trasmitir lo que esta actividad me evoca.